Un viaje a la esperanza
Capitulo I
Estoy dentro del avión que me conduce desde Sudáfrica a Madagascar. Cuando el capitán nos avisa que iniciamos el descenso al aeropuerto y bajamos a dos o tres mil metros de altura, comienzo a observar por la ventanilla el relieve de esta “Gran Isla” (la cuarta en tamaño del mundo), cuyo nombre ya mencionaba Marco Polo en sus crónicas de viaje. La primera impresión, sobrevolando el altiplano central donde se encuentra situada la capital, es la de estar llegando a algún lugar conocido que está grabado en mi memoria. Colinas verdes marcadas a rojo por el color de la tierra, caminos sinuosos que se van perdiendo en la distancia, ríos marrones desbordados de sus cauces, lagunas con formas diversas, arrozales de un verde más intenso en los valles, escasa o nula forestación.
Los temores comienzan nuevamente a cargar sobre mí. En primer lugar, respecto a la salud. Me apliqué la vacuna contra la hepatitis B antes de salir de la Argentina, y ayer, estando en el hotel de Johannesburgo, tomé la pastilla semanal contra el paludismo, además, traigo conmigo el antibiótico recomendado en caso de cólera, pero continúo inseguro respecto a la fiebre amarilla. “Sólo deben vacunarse quienes viajan de un país que padece la enfermedad”, me había dicho la infectóloga que consulté. De todas formas, está presente el temor de contagiarme algo, porque días antes de mi partida, las hermanas del padre Pedro hablaron de un pariente esloveno que lo había visitado hace un tiempo y al regresar a Europa tuvo los primeros ataques de paludismo.
En segundo lugar, está presente el otro temor, más profundo y visceral, el de descender al mundo de la pobreza, con todos los prejuicios que me he construido antes de partir, sobre todo acerca de si resistiré pasar veintiún días en contacto con ella. Es cierto, pobreza hay en todas partes, y hoy en día es el gran problema que padece la Argentina, porque ésta se ha disparado a cifras jamás imaginables, pero siempre la miré desde afuera, sin adentrarme en ella, no sé si por falta de oportunidades, temor, indiferencia, impotencia, o una mezcla de todo eso.
Aterrizamos en el aeropuerto de Ivato, cercano a esta capital de nombre tan difícil, Antananarivo (que significa: “la ciudad de los mil guerreros”), a la que los malgaches nombran simplemente como Tana. Carreteamos sobre la pista de asfalto, crujen las gomas, cimbra la nave, dejo atrás los temores, ya no hay retorno. Como me dijera el padre Pedro en su primer mail, cuando decidimos poner en marcha el proyecto del libro: “una vez que se mete el pie en el bote, ya no se puede volver atrás”.
Llegamos. Se inicia la “aventura divina”, según palabras del padre Pedro refiriéndose a mi viaje. Busco la mochila. Espero no tener problemas, ni con la visa que debo pedir al llegar, ni con la aduana, por tantos medicamentos y caramelos que traigo encima. Bajo la escalerilla. No, no hace el calor que imaginé, ni llueve, como suponía que ocurriría durante todos los días en esta época del año. Caminamos hasta la sala de arribos. Todavía no quiero mirar a lo lejos para ver si el padre Pedro me espera, tal como prometió.
Primer paso, ponerme en la fila de los que requieren la visa en el aeropuerto, con la carta de invitación de la Asociación Humanitaria Akamasoa en mi poder. Compro la estampilla de visado. Twenty dollars, me dice un moreno. Como buen previsor, tengo cambio. La mujer que está a su lado, de rasgos asiáticos, me entrega un dólar de vuelto y coloca la estampilla en mi documento. Voilà!. Es extraño, ellos parecen una mezcla de asiáticos y africanos. Claro, una isla, a cuatrocientos kilómetros de la costa africana, separada por el estrecho de Mozambique, en medio del Océano Índico, que recibió los primeros habitantes malayo-indonesios a comienzos de la era cristiana y más tarde a los comerciantes árabes trayendo esclavos negros del África, debía, necesariamente, tener su originalidad, amalgamando las razas dentro de la situación particular que reviste la condición de estar aislados.
“Le billet de l’avion, s’il vous plaît...” El hombre me dice algo tan sencillo como eso, pero en un francés acelerado que no logro descifrar del todo, pese a las diez clases que tomé a los apurones para poder comunicarme con la gente de la isla. Se da cuenta y me lo repite en inglés. “Ticket. Air ticket”. Se lo entrego. Mi pasaporte, junto al billete aéreo, va pasando de mano en mano. Sigo la operación del otro lado de las pequeñas ventanillas que van quedando atrás, con sus ocupantes de distintos rasgos físicos entre los que prevalece la etnia merina, con mayor influencia asiática y propia de esta zona del altiplano.
Una vez que me devuelven el pasaporte, voy a buscar mi maleta como en cualquier otro aeropuerto del mundo. Un mundo recientemente sacudido por los atentados terroristas de Madrid. Mientras espero junto a la cinta, escucho hablar en la lengua malgache que supongo proviene de Indonesia pero mezclada con palabras árabes y sonidos tribales de la costa oriental africana.
El vista aduanero me pide el pasaporte y que abra la maleta negra, pero no la mochila donde traigo los caramelos de regalo para los niños de Akamasoa y el enjambre de medicamentos a fin de protegerme de tantos peligros imaginados. Cuando el hombre comienza su requisa escucho la voz inconfundible del padre Pedro diciéndole que no hace falta, que “es de los nuestros”, refiriéndose a los habitantes de los pueblos de Akamasoa (que en lengua malgache significa: “los buenos amigos”). Lo miro viniendo a mi encuentro, con la profusa barba gris que lo distingue y le da un aire profético, los ojos celestes debajo de una frente arrugada por los años que carga encima, la piel bien blanca con tiznes rojizos propia de los eslavos, su porte atlético y esos largos brazos que reconozco de nuestro primer encuentro en Buenos Aires.
“Oui, Mompera”, le contesta el hombre cerrando entonces la valija. Mompera, “mi padre”, lo llama, como lo hacen todos los malgaches cuando se refieren a un sacerdote. Lo que me doy cuenta es que debió reconocerlo, porque el padre Pedro no lleva hábito alguno, salvo la gran cruz que cuelga de su cuello.