Los mártires de Argelia
Prólogo
Enterado por los diarios del martirio de siete monjes de la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (más conocidos en el mundo como “Trapenses”), ocurrido en Argelia el 21 de mayo de 1996, no dudé en escribirle a Dom Bernardo, Abad General de la Orden; no sólo para enviarle mis condolencias, debido a los lazos de amistad que nos unen, sino también para ponerle de manifiesto el signo que veía a partir del testimonio donado por sus hermanos a la Iglesia Universal. “Signo de amor de y a Cristo, en medio de la intolerancia e incomprensión que reina en este mundo”, le decía.
Personalmente, me sentía conmovido por un hecho que me hacía recordar el martirio de los primeros cristianos y venía acompañado de una frase evangélica que resonaba en el corazón: “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos” (Jn. 15, 13-14). Frase reiteradamente escuchada o leída, que en este caso, cobraba vida próxima y concreta en las postrimerías del siglo XX. Una cosa era leer acontecimientos sucedidos cientos o miles de años atrás y otra, sin desmerecer los antiguos testimonios, algo de la actualidad, todavía a flor de piel, dentro de una Orden religiosa, que estaba por cumplir sus 900 años de vida, a la que le tengo profunda simpatía y admiración.
A principios del mes de Noviembre de 1996, asistí al encuentro del “Movimiento de Espiritualidad de Soledad Mariana”, fundado en el año 1976 por el Padre Bernardo Olivera en la Argentina. En dicho encuentro, Dom Bernardo, nos regaló a los asistentes el relato del martirio de los monjes del monasterio “Nuestra Señora del monte Atlas”, sumado a la lectura de algunos testimonios que quedaron entre los papeles de los mártires. En especial, el Testamento del padre Christian de Chergé (Prior del monasterio), junto con alguna de las Cartas que éste enviara al Abad General; y el “Diario” del padre Christophe Lebreton.
Digo que Dom Bernardo nos regaló, porque fue un verdadero presente para todos quienes asistimos al encuentro, no sólo por la tradicional hondura y sabiduría de sus palabras, sino también, por la de aquellos monjes partícipes del hecho (vivos y muertos), quienes parecían estar presentes entre nosotros repitiendo el testimonio de amor, entrega y perdón, que habían ofrecido seis meses atrás en un país no sólo remoto, sino poco conocido para todos nosotros. Esto, sin duda, redobló mi conmoción original y nuevos frutos llenaron mi corazón, confirmándome la idea de que el hecho, no sólo era un signo para los Cistercienses y los religiosos de vida consagrada, sino para todos los laicos de la Iglesia Universal, y aún más, para cualquier ser humano dispuesto a abrir su corazón y recibir este mismo regalo de amor donado.
Como escritor, sentí que debía hacer algo para colaborar en que esto se trasmitiera y le trasladé mi inquietud a Dom Bernardo. Algo había que hacer y pronto, para que el hecho no quedara en el olvido. La solución, llegó por sí sola. En el mes de diciembre recibí una carta de Dom Bernardo, en la que respondiendo a mi inquietud y a su original deseo de comunicar lo sucedido más allá de la Orden y de los círculos monásticos, me propuso hacer algo en conjunto, comprometiéndose a enviarme todo el material que tenía sobre el particular. No dudé en contestar afirmativamente, ya que valía la pena hacerlo, no tanto por lo que podría como escritor volcar en el libro, sino más bien, por la posibilidad de poder colaborar en que el regalo que venía envuelto en el martirio de estos siete monjes, fuera trasmitido a muchos otros creyentes que buscan al Señor con un corazón sincero, y a los no creyentes que, más allá de todo, se conmueven con los frutos del amor en un tiempo de escasez.
Quiero mencionar que la compaginación de la crónica de los hechos que desembocaron en el martirio de los monjes, se vio por demás facilitada por el excelente trabajo que previamente había realizado el propio Dom Bernardo Olivera (en cuatro cartas dirigidas a la Orden, que han sido publicadas en Europa), por lo que mi aporte, en este sentido, consistió más que nada en ordenar su transcripción.
Posteriormente, llegué a la conclusión de que era importante, para el eventual lector, incorporar al relato en forma de Introducción algunos datos históricos sobre la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (O.C.S.O), así como de las principales características de este tipo de vida espiritual consagrada a Dios. De tal forma, el “testimonio” de los monjes se convertiría también, dentro del libro, en un presente para la Orden, teniendo en cuenta la proximidad de la celebración de los nueve siglos de su existencia. Para la confección de la mencionada Introducción, conté con la cooperación de los hermanos del monasterio “Nuestra Señora de los Angeles”, sito en la localidad de Azul, República Argentina (primer monasterio Trapense de América Latina), quienes me facilitaron información sobre la Regla de San Benito (RB), las Constituciones de la Orden y sobre la Historia y Espiritualidad benedictino-cisterciense.
Asimismo, consideré que también valía la pena incorporar algunos datos sobre el contexto argelino, y, al final del libro, ciertos mensajes y reflexiones sobre el hecho, que realizaron Dom Bernardo Olivera y otros miembros de la Iglesia.
Debo aclarar que dejé de lado la profundización de la cuestión política de Argelia, así como del llamado “fundamentalismo islámico”, en honor al espíritu de reconciliación y perdón legado por los mártires y dado que el objetivo del presente no era el de entrar a juzgar los causales del hecho, por demás aberrante e inaceptable.
El libro comienza con el Testamento de Dom Christian de Chergé, alegato profético de lo que iba a sucederles y testimonio conmovedor del sentido de perdón que envolvía a la comunidad de Atlas; y finaliza con una frase evangélica de la carta enviada por Su Santidad, el Papa Juan Pablo II, a los Trapenses reunidos en Capítulo General en Rocca di Papa no lejos del monasterio de Tre Fontane (Roma), el 12 de Octubre de 1996.
Casualmente, según la tradición de la Iglesia Romana, en aquél lugar San Pablo fue decapitado en tiempos del emperador Nerón. Su cabeza rodó por una cuesta y en cada uno de los tres lugares en que golpeó, brotó una fuente. El mayor deseo pues, para aquellos que lean este libro, es que el testimonio conmovedor de amor ofrendado, haga brotar de sus corazones una fuente de esperanza para construir un mundo mejor, o al menos, que ruede por sus mejillas una lágrima diferente, transformada, llena de vida.