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Los apóstoles (retratos)

Introducción

Llegué a las oficinas de la editorial con bastante excitación. Había recibido un llamado y con él una cita para el primer lunes del mes de junio. Por eso ahora estaba sentado frente al editor, denunciando la impaciencia por conocer los motivos de su invitación.

— Nos gustaría que escribiera un libro sobre los apóstoles.

— ¿Los Apóstoles?

— Verá usted, estamos lanzando una nueva colección sobre temas religiosos con motivo de la cercanía del Jubileo del año dos mil y nos recomendaron mucho su afición por estos temas...

— ¿Los doce?

— lo interrumpí, un poco desconcertado por semejante propuesta.

— En lo posible. Algo breve, no más de quince páginas sobre cada uno de ellos...con algún sustento histórico...pero le damos absoluta libertad...

Mientras el editor hablaba de la libertad creativa no pude con mi genio y comencé a llenarme de preguntas y de racionales respuestas. De Pedro, Juan, Andrés, Felipe, Mateo o Tomás, había alguna información en los evangelios, pero, ¿qué podía decir de los dos Santiagos — el hermano de Juan y el hijo de Alfeo Cleofás — o de Natanael, al que también llamaban Bartolomé? Poco, muy poco. ¿Y de Simón el Cananeo o Judas Tadeo? Prácticamente, nada.

— ¿Me escucha?

— Sí, sí, claro. ¿Está pensando en una novela?

— Imaginaba una serie de retratos biográficos.

— ¿Retratos?

— En lo posible, pero le decía antes que no lo queremos atar a estructura ni forma literaria alguna...

Volví a pensar en ellos, en los doce “discípulos” o “seguidores” de Jesús, de entre quienes yo había omitido inconscientemente el nombre de Judas Iscariote. Pero el editor hablaba de los “apóstoles” (del griego, apostolos) es decir, los “enviados”. ¿Había sido Judas un enviado a predicar el Evangelio, o debía pensar más bien en Matías, quien fuera elegido luego de la Ascensión de Jesús a los cielos para cubrir el puesto vacante dejado por el Iscariote?

En principio había cierta diferencia entre el “seguidor” y el “enviado”. El “seguidor” o “discípulo” seguía a su Maestro porque le resultaba atractiva su figura o la propuesta. Había en él un acto de confianza en lo que decía o representaba el Maestro y, por ende, estar dispuesto a seguirlo aún a costa de modificar parte o toda su vida en aras de dicho seguimiento. El enviado, más allá de haber o no un seguimiento previo, tenía una misión específica que cumplir de parte o por aquél que lo enviaba. El seguimiento, era en principio un acto de fe y esperanza, cuyo límite estaría dado por el punto o lugar hasta el cual estaba dispuesto a llegar el seguidor. Ser enviado adicionaba además la caridad, ya que la misión no necesariamente podía ser coincidente con los propios deseos y, por lo tanto, requería una donación del propio ser hasta el límite marcado por las fronteras del sujeto de la misma.

— ¿Comprende la idea?

— No es sencilla...hay ciertos casos en que, más allá del nombre y la confirmación dada por Jesús como miembro de los Doce, es poco o nada lo que se conoce.

— Confíe en su imaginación

— respondió un poco desorientado por mis dudas.

— ¿No me decía que buscaban algo con sustento histórico?

— En lo posible

— volvió a señalar, utilizando el ambiguo potencial que me dejaría librado a la propia suerte pero expuesto a la crítica posterior.

— Es que...

— Utilice la deducción. Nos han dicho que es ducho en esto. ¿Qué me responde?

— Lo pensaré. Prometo que lo pensaré y le contesto en unos días

— le respondí vacilante por respeto a los personajes que podría tener que abordar en caso de que mi respuesta fuese afirmativa.

— Me parece bien

— contestó tranquilizándome.

— Una pregunta, ¿debo incluir a Judas?

— No le entiendo. Creo que si Judas no lo hubiese entregado...

— Por supuesto, tiene usted razón, él es un personaje “estelar” en la pasión y muerte de Jesús, pero lo preguntaba más que nada desde un punto de vista etimológico, ya que la palabra “apóstol” quiere decir enviado.

— ¿Enviado?

— Sí, enviados a proclamar el Evangelio. “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará. El que no crea, se condenará”, fue lo que les dijo Jesús antes de su Ascensión a los cielos.

Volví a sumergirme en mis propios pensamientos, abandonando las palabras. Judas había sido uno de sus “seguidores” aunque trazara un límite distinto que el de sus compañeros. Lo seguiría, pero hasta cierto punto a partir del cual optaría por entregarlo. Por otro lado, también había sido “enviado” por Jesús mucho antes de subir a Jerusalén, cuando los mandó desde Galilea a predicar de dos en dos. Pero, más tarde, no había cumplido con su misión, sino que terminaría colgado de un sicómoro o, como dice Pedro en los Hechos de los Apóstoles, se desplomó desde una peña y su cuerpo se abrió al medio y se esparcieron sus entrañas. Judas no podía ser en este sentido considerado un verdadero apóstol. ¿Enviado a qué? ¿A suicidarse? ¿A quitarse la vida por la soberbia de convertirse en su propio juez, negándose el derecho al perdón y la misericordia divina? ¿Pero quién era yo para decidir si debía ser considerado o no entre los primeros apóstoles? ¿Pedro no había negado tres veces conocer a Jesús antes de que el gallo cantara dos? ¿Acaso los demás discípulos no huyeron cuando atraparon a su Maestro en Getsemaní? ¿No actuaba yo constantemente como un Judas, un Pedro o el ignorado Simón el Cananeo? ¿Por qué razón entonces excluir a Judas, cuando Jesús lo había invitado a compartir la Cena con el selecto grupo de los escogidos? El propio Jesús había sido claro en esto: “¿No soy, acaso, el que los eligió a ustedes, los Doce?”.

Lo que en principio parecía una diferencia clara entre “seguidor” y “enviado” se desvanecía, sobretodo porque el seguimiento partía de una elección previa por parte del Maestro (en este caso, el Hijo de Dios). Además, todo me hacía pensar que no podía haber verdadero seguimiento sin disponibilidad para la misión, ni viceversa. No podía hablarse de contemplación sin acción, ni la acción podía tener resultado efectivo sin la previa contemplación. No podían dividirse la fe, la esperanza y la caridad, ya que una llevaba de la mano a la otra, como si formasen otro tipo de trinidad. El seguimiento y la misión estaban ligados como dos caras de una misma moneda: la Fe y las obras. ¿Era la fe un regalo de Dios o producto de la voluntad del hombre? ¿A partir de la fe se llegaba a las obras o estas conducían a la fe? ¿Cómo se alimentaba la fe para que se transformara en obras?

— Bueno, usted es el escritor y el entendido en la materia, pero haya sido Judas un buen enviado o no, supongo que le cupo un puesto entre los doce.

— Tiene razón, es que por un instante pensé en Matías y en el llamado “Colegio Apostólico”, pero Judas tuvo su lugar entre los que fueron enviados más allá de que haya vendido a Cristo por treinta monedas de plata.

Nos saludamos y quedé en llamarlo. Salí de las oficinas un poco confundido sobre si debía o no meterme en semejante problema. ¡Retratos! ¿Pinturas de los apóstoles? Necesitaba reflexionar y luego conversarlo con alguien. En principio parecía más lógico hablar de simples bocetos. Yo, describiéndolos a ellos en un rápido esbozo de lo que pudieron ser, sin más pretensiones que la de lograr, desde la ficción, una aproximación general a la imagen de sus figuras. Por esa razón pensé en la pintura. La pintura era imagen y la imagen podía volverse palabra. ¿Por qué no intentar, a partir de alguna imagen de los doce, encontrar la forma de traducirla en palabras? ¿Quién habría pintado a los Apóstoles?

— El que mejor los pintó, a mi modesto entender, fue Leonardo Da Vinci

— afirmó el padre Markus con su habitual sonrisa.

— No, padre, creo que la “Ultima Cena” de Salvador Dalí es muy superior

— replicó mi amigo, el profesor Causius, quien siempre busca llevarle la contra.

— El gran Leonardo, dejó estampada su visión de todos ellos en la pintura mural del refectorio del convento de “Santa María de las Gracias”

— aseveró el padre Markus

—. Stendhal ha relatado brillantemente la historia de la obra, que si bien ha sufrido las inclemencias del tiempo y el escarnio de los restauradores, todavía conserva ese maravilloso cielo azul que brota como agua pura de los ventanales traseros del Cenáculo y es el fruto del genio de un artista incomparable.

— Prefiero el surrealismo de Dalí

— volvió a contradecirlo Causius

—. El cuerpo traslúcido de un Cristo surgiendo desde el agua, mientras sus discípulos, como monjes esperando la bendición del abad, inclinan devotamente las cabezas ante sus palabras.

Los había invitado a cenar para compartirles mi proyecto luego de tres días de intensa reflexión y silencio. Silencio interrumpido por la figura difusa de Simón el Cananeo, también conocido como el “zelote” o “celoso”. Uno de los doce. Nada más y nada menos. A él también Jesús le había lavado los pies en la llamada “postrera cena”, que desde un punto de vista eucarístico había sido la primera. Simón el Cananeo debió ser antes de seguir a Cristo, un partidario del grupo de los “zelotes” que luchaban contra la opresión de romanos e idumeos. Seguramente no era oriundo de Caná de Galilea, sino de la propia Nazaret, un pastor de rebaños, un pariente del Señor.

Pensando en el Cananeo, imaginé que podía llegar a ser posible hablar de ellos, intentar un boceto y luego pintarlos con palabras como lo habían hecho Leonardo y Salvador, según me estaba enterando en aquél momento.

— En “La Ultima Cena” de Dalí, estimado Causius, el artista no descubre el rostro de los apóstoles. Sin duda, por el tamaño de la obra y el trabajo realizado, le fue mucho más fácil que a Leonardo, a quien le tomó casi nueve años completar “La Cena”.

— ¡Bah! Sobre gustos no hay nada escrito, padre Markus. Yo encuentro en la escena pintada por Dalí una trascendencia que no tiene la de su Leonardo. Y tenga en cuenta que no soy creyente. Pintar a Jesús junto a la mesa y elevándose al mismo tiempo al cielo...¡Una genialidad!

— Surrealismo, Causius. Lo de Leonardo es mucho más concreto y real, no esconde los apóstoles dentro de cogullas monásticas. Les puede uno ver a todos sus rostros. La figura de Santiago el “Mayor”, hijo de Zebedeo, es sublime, enseñando con sus brazos extendidos su inocencia ante la proclamación del Señor de que uno de ellos lo iba a traicionar.

Mientras mis amigos discutían sobre el arte de este o aquél, quizás desconociendo que Dalí había sido un gran admirador de Leonardo, volví al silencio de los días de reflexión. Imaginaba a Simón el Cananeo, a temprana edad, pastoreando el rebaño, pensando en David, aquél niño de Belén Efratá, de la “Casa del Pan”, que llegaría a ser rey: generoso en imaginación, hondo en la fantasía, dado como él al ensueño, “celoso” también de la Ley y los Profetas. Simón el Cananeo, como David, podía ser ducho en el arte de lanzar piedras con la honda para defender el rebaño de las fieras, fueran estas lobos, leones o enemigos de su pueblo.

Si yo podía imaginar a Simón el Cananeo, pastando de niño al rebaño o asesinando de grande a un romano durante la revuelta que provocaron los zelotes en toda la Galilea, bien podía adentrarme en los otros, en aquellos de los que se conservaba fresca alguna palabra o escena que los tuvo como partícipes en la vida pública de Jesús relatada en los evangelios. Podía, como Leonardo, pensar en sus rostros, llegar a pintarlos mentalmente y luego convertir la imagen en palabras sinceras, salidas del corazón, del fuego interior. Pero faltaba algo, y mis dos amigos, sin saberlo, me estaban dando la clave del comienzo.

—Surrealismo o lo que a usted le guste, pero el cuadro de Dalí es impactante y mire que a mí ya casi nada me conmueve y mucho menos lo religioso. El vaso sencillo de vino, el pan dividido, fresco, sobre una mesa austera y más allá el lago, los tres botes de pescadores pobres, las montañas y el cielo...

—¡Por Dios y la Virgen!, no me compare usted los cielos. El cielo de Leonardo carga sobre la cabeza de Cristo una magnética áurea divina. Yo podría decirle tantísimas cosas de ese cuadro, pero vista su empecinación por el paranoico catalán, me lo guardo.

Eso era, la “Cena”. Si debía haber un acto en movimiento que le diera contenido y enmarcara los retratos o bocetos que me habían solicitado, debía ser la “Ultima Cena”. Los doce reunidos con el Señor en la misteriosa casa que, a decir del evangelista Marcos, poseía en el piso alto: “una pieza grande , arreglada con almohadones y ya dispuesta”. Ese lugar, el llamado Cenáculo (probablemente la casa de María, madre de Marcos), sería luego el sitio de alguna de la apariciones de Jesús resucitado; lugar de descenso del Espíritu Santo el día de Pentecostés; y punto de encuentro de la primera comunidad cristiana en Jerusalén, en tiempos de las persecuciones de Herodes Agripa y de la fuga de Pedro de la cárcel. Pero no se trataba solamente del lugar, sino más bien de lo que allí había sucedido.

En el Cenáculo se había instituido la eucaristía y el Señor había referido a sus discípulos palabras de vida que luego entenderían. Podía elegir cualquier otra de las escenas donde los doce se encontraron reunidos en torno a Jesús, pero ninguna sería como la Cena. Ninguna encerraría tanto amor, donado por el Señor, y tanto desamor, acumulado en el corazón de quien habría de entregarlo, ante la incertidumbre y tristeza del resto del grupo. Ninguna tan viva a casi dos mil años de haber acontecido. En ella, la tragedia, el drama y la comedia se entrelazaban casi tocando la perfección.

— Como “La Cena” de Leonardo no se ha pintado cosa igual. La tensión que se respira en la atmósfera del Cenáculo alimentada por el genial movimiento de las manos de los discípulos lo deja a uno sin palabras. Pedro hablándole al oído a Juan, mientras el traidor se aparta un poco de ellos echándose para atrás pero sin dejar de escucharlos. Andrés, mostrando las palmas como pidiendo calma; Santiago, “el Menor”, tratando de tocar el hombro de Pedro; Bartolomé o Natanael, poniéndose de pie ante lo que ha escuchado; Tomás, enseñando un dedo levantado sobre las palabras del Señor: “Uno de ustedes me traicionará”. Felipe, con las manos vueltas hacia su pecho, como indicando que él no podía ser. Mateo, explicando a Simón el Cananeo lo que ha dicho el Señor, mientras Tadeo se lo ratifica.

— Demasiado para un cuadro — replicó Causius.

— ¡Tonterías! Viaje a Milán y véalo usted mismo. Es mucho más que un cuadro, es todo un muro, con figuras que duplican su tamaño natural. ¿Qué sabe usted de arte sacro, Causius?

— Conozco bien la obra de Da Vinci y por eso le digo que sus críticos, y no solamente el que le habla, dicen que no resolvió bien la figura de Jesús, que la de Santiago el “Mayor” es muy superior, que hasta no sabía como pintar a Judas...

— No es cierto. Leonardo previamente hizo un boceto de la cara de cada uno de los doce, pero se pasaba días buscando por las calles el rostro adecuado de Judas sin encontrarlo.

— El mundo de entonces también estaba lleno de traidores, ¿cómo no podía hallarlo?

— Lo que digo. Cuentan que el prior del monasterio lo acosaba día y noche para que terminara la pintura incluyendo el rostro de Judas y que iba con sus quejas al duque Ludovico el Moro, protector de Leonardo.

— ¿Entonces?

— Pues el duque mandó llamarlo y Leonardo le contestó: “¿Acaso estos padres saben pintar?...Vuestra Excelencia sabrá que no me queda por hacer más que la cabeza de Judas, ese infame personaje que todos conocemos. Para ello, hace un año y tal vez más, que todos los días, mañana y tarde voy al Borgheto, donde, como su Excelencia bien lo sabe, se encuentran todos los canallas de su capital; pero aún no he encontrado una fisonomía adecuada a lo que he imaginado...En cuanto encuentre lo que busco terminaré el cuadro en un día. Si, a pesar de todo, mi búsqueda resulta en vano, me serviré de los rasgos de ese padre prior que viene a quejarse ante Vuestra Excelencia, puesto que los encuentro perfectamente adecuados a mi personaje. Pero hace tiempo que estoy vacilando por no ponerlo en ridículo en su propio convento”.

Causius y yo nos reímos de la anécdota, casi tanto como dijo Markus que rió el duque ante la ocurrencia de Leonardo. Los dejé seguir hablando toda la noche, pero ya tenía mi respuesta para el editor. Lo intentaría desde la ficción sin renunciar a las fuentes históricas. Imaginaría sus rostros y luego trataría de volcar en el papel algo de lo que mi corazón leyendo sobre los distintos planos del texto evangélico, intuyera de ellos. Eso era, sencillamente eso, con la mejor voluntad y predisposición de ser fiel a lo que ya fue revelado pero que, a medida que uno lo va leyendo y releyendo siempre descubre cosas nuevas.

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