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Gregorio & Hemingway

El anciano de Cojímar

Antes de que cante el primer gallo, encendiendo un nuevo amanecer sobre el poblado de Cojímar, Gregorio Fuentes se despabila. Todos los días, desde hace seis meses, le ocurre lo mismo. Religiosamente, se despierta cuando la misteriosa picazón le hace arder el cuerpo cortándole de plano los sueños.

Así, muchas veces el desvelo lo encuentra: navegando con el yate "Pilar" por las profundas aguas azules del Golfo en pos de un pez aguja; zambulléndose desde un pequeño puente de madera en el charco de San Ginés de su querida y remota isla de Lanzarote; persiguiendo junto a Hemingway algún submarino alemán por los cayos cercanos a la costa norte de Cuba; sudando bajo el recalcitrante sol imaginario de un mediodía en Kenya a la espera de un león que inicie la cacería; o, simplemente, reencontrándose en el sueño, después de un largo mes de pesca, con su querida Dolores en los muelles de La Habana

-¿Siempre recuerda los sueños?

-No, eso comenzó con la picazón.

-¿Y hace cuánto que le pica el cuerpo, Gregorio?

-Seis meses -me responde largando una bocanada de humo.

Los médicos le han dicho que es un problema de circulación sanguínea. Quizás la sangre se ha cansado de andar recorriendo el cuerpo de un hombre de cien años y, por ese motivo, se hace notar, ardiéndole como si estuviera enceguecida esperando que de golpe la muerte se presente y apague el fuego para siempre.

Gregorio, en cambio, piensa en algún tipo de alergia, no precisamente a la vida. Si es por él, seguiría viviendo, aunque tanto le intrigue saber lo que hay del otro lado, cuando se atraviesa el umbral, cuando se cruza la raya que divide los mundos.

Y a pesar de tantas medicinas recetadas -dificultosamente conseguidas y luego bebidas-, la picazón no se le quita, e, indefectiblemente, el viejo termina abriendo sus ojos claros entre las cuatro y las cinco de la mañana, como si alguien le hubiese estado echando brasas bajo la piel curtida por tantos años de sol y sal, trabajo y ventura.

-¿Se acalambra, también?

 

-No, eso sí que no…sólo arde, pica, quema.

Una vez que el pez aguja, la luna del Golfo, o el león Africano, quedan suspendidos en el senil olvido, con el recuerdo de su Dolores siempre prendido del alma, Gregorio se levanta.

-¿Le cuesta ponerse de pie?

 

-No, ¡qué va!

 

-contesta con acento hispano, como si luego de casi noventa años en Cuba, ni el sol, el ron o los boleros, hubiesen podido borrar su origen.

 

-¿Usted es español?

 

-De las islas Canarias…pero me hice ciudadano cubano cuando tenía veintiún años.

 

-Canario.

 

-Eso, como la madre de José Martí.

Ya de pie, procura no hacer ruido, pero cuando no lo traiciona la tos que el tabaco se ha encargado de legarle, lo hace el metálico bastón con el que se apoya al caminar, o el rasgueado rítmico que produce al rascarse la comezón. Y cuando se rasca, vuelve años atrás, hasta encontrarse sobre la cubierta del Pilar, con una lija en sus manos, dispuesto a preparar la madera de cubierta para una fresca y renovada mano de pintura. Entonces, su hija Blanca Dora, o Rafael -el nieto preferido-, detienen sus cortos pasos con un: “¿Pasa algo abuelo?”

Pasa que a Gregorio le pica la piel y ya no se aguanta en la cama. Va hasta el baño e intenta con el agua quitarse el maldito escozor que no lo deja en paz, que le trae recuerdos, que le ha robado la antigua profundidad de dormir sin sueño alguno. El viejo abre las canillas, se desnuda, se coloca bajo la ducha y espera. Espera hasta que las gotas de agua tibia le vayan apagando el fuego, hasta que le llegue el alivio como una brisa y comience a jabonar su piel pecosa y arrugada por la extensa vida de mares, pérdidas y consuelos.

Cuando al fin se libra del ardor, retoma la pausada respiración que sólo dan los años, como si su cuerpo fuese la cubierta recién lavada de un barco pesquero.

-¿Y las medicinas?

 

-Las tomo a diario. Yo hago lo que dicen los médicos…pero no sirven pa’ná - me dice esto último dando un toque folklórico a su lengua.

El viejo duda del efecto de los medicamentos -que además de no darle grandes resultados, son los culpables de la suspensión de los traguitos-, pero cumple a rajatabla la prescripción que le ha mandado el médico, no sea cosa que la vida se le escape de golpe como a su finada Lola.

Una vez vestido con ropa limpia, el viejo va hasta la cocina. Se prepara un café y unos huevos salcochados con dulce de guayaba, no sin antes encender su tabaquito.

-¿Siempre fuma en ayunas?

 

-Eso sí…es que antes y después del café, se impone el tabaco.

Bebe rápido la infusión, procurando sentir otro tipo de calor en el cuerpo, a pesar de que en los últimos años -por los problemas económicos de Cuba- el grano de café viene mezclado con vaya uno a saber qué otra semilla. Cumplido el ritual del desayuno, regresa al baño para liberar su estómago.

Por fin, ayudado por el blanco bastón, consigue llegar hasta su sillón predilecto y se deja caer como una vela. ¡Gregorio, sí que conoció de mástiles y de velas! Claro, desde que siendo un niño, en Lanzarote, su padre lo sacó por primera vez a navegar, hasta que conoció al señor Hemingway y el motor del Pilar logró imponerse sobre su conocido viento.

Y así, sentado, se pasa la mañana, escuchando el despertar paulatino de las voces, quejas, motores, ladridos y proclamas. A veces, y sólo a veces, vuelve a pensar en lo que habrá del otro lado de esta vida. Pero la mayoría del tiempo, recuerda a su Dolores a la que nunca más ha visto ni escuchado; o al señor Hemingway, a su hermano Pedro, al botalón que golpeó a su padre en el pecho liquidándolo, a las islas Canarias, los volcanes, el vientre de su madre o la nada original.

El viejo, fumando su tabaquito, pacientemente aguarda que vayan pasando las horas. Tal vez venga un extranjero a llenarlo de preguntas sobre el famoso escritor, lo visite algún funcionario con presentes del Gobierno, o, sencillamente, sean hijas y nietos los que le llenen la mañana. Sentado, espera hasta que sean la once y media. Entonces, se levanta, coge el bastón y sale a la calle; sea con el perro, sea con Rafael, sea con los recuerdos que le trae la soledad.

Camina lentamente, calle abajo, las pocas cuadras que separan su casa del restaurante La Terraza, que fuera llevado a la fama turística por el ilustre escritor de “El viejo y el mar”, Ernest Miller Hemingway. En el trayecto, recibe el saludo de algún vecino y lo guarda en la memoria, no sin antes arriesgar: “Es el hijo de fulano. Su padre fue un pescador de los buenos, de los que ya no quedan muchos en el pueblo.”

Ya en la puerta del local, aguarda unos minutos hasta que abran y le sirvan el almuerzo, cuando el reloj de la pared marque las doce en punto.

Parado en la puerta del restaurante, el viejo contempla el mar…se deja llevar por el mar…lejos, muy lejos…donde el papel de la historia se vuelve principio.

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