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Dios está sanando

Testigos del dolor

Cada vez que voy a una “misa de sanación” que preside el padre Martín Serantes, lo primero que pienso es en el dolor de la gente. Hay personas que vienen con problemas físicos evidentes, como los discapacitados de algún tipo y los que muestran signos de que están realizando tratamientos médicos, por ejemplo, quimioterapia. También puedo advertir que algunas personas tienen problemas psíquicos, por la forma en que se comportan. Lo que es imposible para mí es conocer las heridas espirituales y afectivas, o los dolores físicos que no están a la vista. Sólo son visibles para Dios o para algunos santos y elegidos que han sido dotados de un carisma especial. Sin embargo, aunque yo no pueda ver, percibo en el clima de la iglesia que, todos los presentes, de alguna forma somos testigos del dolor. Cuando lo pienso un poco más, creo que todos en el mundo de alguna manera estamos alcanzados por el dolor y su misterio, aunque algunos lo reconozcan más que otros.

Cierto día, una mujer se puso de pie y contó que tenía un cáncer terminal, que le había tomado todo el cuerpo. Dijo que alguien le sugirió venir a una misa de sanación y que por eso estaba allí. Se veía que estaba sufriendo, tocada profundamente por el dolor, pero, a la vez, que tenía esperanza. Se le había caído el cabello y estaba hinchada por los medicamentos. Parada en el frente me hizo recordar los padecimientos de muchos conocidos, incluso los de mi propia hija. Ella, mi hija Julieta, a quien llamamos Cole, en septiembre de 2006 nos dio la noticia desde España: “me han detectado un tumor en la mama”. ¿Se imaginan? Máxime, teniendo en cuenta que yo había perdido a mi madre, a mi hermano mayor y al menor, por esa enfermedad. Cáncer. ¡Qué palabra!

Según dice un diccionario, proviene de “cangrejo”. Parece que quien primero usó este término fue Galeno, célebre médico griego del siglo II, ya que encontró cierto parecido entre las ramificaciones de los tumores en las arterias y las patas de un cangrejo en movimiento, porque es sabido que el cáncer avanza y puede llegar a otras partes del cuerpo. Eso fue lo que pasó en el caso de mi hija. Cáncer de mama con metástasis en los huesos, como supimos días después. Aparentemente, el tumor avanzó por las glándulas de la axila y luego tuvo el campo libre hacia algunos huesos de las costillas, la cintura y la pelvis. La mayoría de los oncólogos lo calificó como grave o gravísimo. No sólo por la edad de mi hija, sino porque se había extendido a los huesos. “Actúen rápido y con todo rigor”, me recomendó uno de ellos. “Hay que ir con los tapones de punta”, me dijo un oncólogo conocido, emulando una jugada de futbol. “Sáquenle la mama y los ovarios”, recomendó un tercero. “Cuánto lo siento”, dijo una cuarta al borde del llanto, como si ya imaginara el final de la historia de mi hija. “Las estadísticas de la American Cancer Society, hablan de entre 24 y 36 meses de vida para este tipo de cáncer de acuerdo a la edad de su hija”, apuntó cortante un sexto. Y yo, yendo y viniendo, de consulta en consulta, mientras mi mujer viajaba de urgencia a Madrid porque Cole comenzaba el tratamiento y la quimioterapia.

Cuesta describir el dolor de aquel momento. Mi esposa vino hasta mi estudio con la triste noticia. Eran las 10 de la mañana de un día cualquiera del almanaque, aunque esa mañana yo había tenido una terrible pesadilla. Estaba referida al cáncer y a la muerte. Claro, tantos muertos por ese motivo en la familia. Mi hija menor había comenzado a fumar y eso no me gustaba. Pesadilla que se volvió premonición de la realidad de mi hija mayor, ante lo que me estaba contando Julieta, mi mujer: “Le detectaron un tumor maligno a Cole”. “¡Qué!”, más que una pregunta, fue una exclamación que se transformó en un grito desgarrador de mi parte. “Sí”, dijo ella, llorando, abalanzándose sobre mí. El llanto incontenible de Julieta no cabía en el abrazo consolador que quise darle. La apreté, la solté y volví a abrazarla. Comenzábamos a sufrir por el dolor de una hija. Era la entrada en el camino del Calvario, pero con rostros distintos a los de la época de Cristo. Un camino duro, que cortaba el viento contra el filo de las piedras. Un camino inexplicablemente lento, acompañado por el silencio atroz de las sombras que llenaban la atmósfera de incomprensión. “¿Por qué? ¿Por qué a nuestra hija? ¿Por qué, Señor?”.

Hacía nueve meses que Cole se había casado y viajó a España para comenzar su nueva vida. “¡Ay, mi Dios!”, fue el pensamiento que siguió. Después, un largo mirarnos en medio de tanto llanto, nublados por el dolor y la angustia y, en mi caso personal, por el terrible temor de que la marca familiar volviera a repetirse. ¡Ella era tan joven! Si bien Gonzalo, mi hermano menor, había fallecido con 45 y el mayor, Ricardo, con 31, Cole tenía sólo 25 años. “¡Noooooooooo!”, exclamé desconsolado. Ese fue el comienzo. Luego, vinieron otras preguntas: ¿Qué hacer? ¿Debe seguir en España o volver al país? ¿A quién debemos consultar? ¿Hay un diagnóstico? ¿Qué será lo mejor para ella?

Dos años después, los exámenes hablan de una desaparición del tumor en la mama. Por esa razón estamos en un período de gozoso agradecimiento: “Gracias, Señor, por haber querido sanarla. No conocemos tus planes, pero gracias. Y a vos María, mamá querida, gracias por tu intercesión”. Debo decir que tanto Cole, como nosotros, pensamos que, entre otras cosas, mucho tuvieron que ver en su proceso de evolución las “misas de sanación”. De hecho, a partir de la enfermedad de mi hija, fue cuando personalmente me comprometí directamente en el servicio.

Pero volviendo a lo que decía al comienzo, pienso que todos somos testigos del dolor. Desde la mujer que viene a las misas en silla de ruedas y no deja de temblar al agarrarme con fuerza las manos, hasta la joven que parece muy feliz pero que sufre de depresión y debe vivir medicada; desde el discapacitado que enseña en la mirada sus limitaciones, hasta aquel hombre maduro que sé que está esperando que lo operen y tiene miedo de morir en el quirófano; desde la abuela que sufre por el nieto recién nacido que casi se les va por un problema en los pulmones, hasta el ser solitario que no encuentra consuelo y busca desesperado compañía y comprensión; desde el matrimonio con un hijo drogadicto al que no saben cómo ayudar, hasta aquél que imagino ha perdido su trabajo y se agarra la cabeza con las dos manos intentando contener su desesperación.

Por esa razón, cuando comienzan los cantos de alabanza, todos los que somos testigos del dolor y cargamos nuestra cruz (sin andar midiendo los tamaños de unos y otros), nos dejamos llevar por el canto. El que tiene adicción al alcohol, la que fue traicionada por su marido, el padre del niño autista, la anciana que renguea, el que intentó suicidarse, la que tiene cáncer, el que no deja de toser, la que fue injustamente calumniada, el que ha perdido un hijo, la que sigue amando a quien no la quiere, el que quedó sordo por un virus, la que nació paralítica, el que hizo la plata robando y parece arrepentido, la niña que arrastra una pierna más corta que la otra, el que tiene un ojo cerrado, la que no pudo tener hijos, el niño down, el anciano con alzheimer, el pendenciero que busca paz, el soberbio que ha comenzado a pensar en la humildad. Sí, todos cantamos porque la alabanza nos permite abrir una hendidura en nuestra herida por donde conectarnos con lo trascendente y llenarnos de gozo, aunque sea, por un instante.

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