Diálogo con el Islam
Preludio
Aquí estoy, en Estambul, en el centro histórico conocido como Sultanahmet, frente a una pequeña mezquita llamada Firuz Ağa; nada especial comparada con las grandes mezquitas que hay en esta ciudad, de Turquía. Es mediodía y el muecín de turno está convocando a la oración. Sentado en la mesa de un bar, comienzo a escucharlo: “Allah-u Akbar” (Dios es Grande)…Te confieso que disfruto con estos llamados que resuenan por los altoparlantes instalados en lo alto del minarete. “Ashadu an la ilaha illa`llah” (Atestiguo que no hay más Dios que Dios)… Es como si el idioma árabe tuviera un sonido espiritual en sí mismo. “Ashadu anna Muhammadan” (Atestiguo que Muhammad es el Mensajero de Dios)... O al menos es lo que me parece, porque cada una de estas invitaciones al salat (oración), no sólo me recuerdan a Dios, sino que hacen que me vuelva para adentro y me mire un poco en el estanque interior.
“Hayya `ala`s-salah” (Venid a rezar)... Y ahora, este llamado se confunde con el del muecín de la gran “mezquita Azul” que se encuentra del otro lado de la plaza, con sus seis minaretes o alminares, algo poco común para uno de estos templos musulmanes, porque los muy grandes tienen cuatro, y los normales, uno solo. “Hayya `ala`l-falah” (Venid a la salvación)…Son torres largas, de piedra, con el cono superior de laja gris. Parecen lápices apuntando al cielo, o dedos con uñas pintadas de negro, o llaves sin muescas ni cerraduras, o como más te plazca imaginarlos. “Allah-u Akbar” (Dios es Grande)... Alguien me dijo que en los primeros tiempos del imperio otomano, los minaretes eran bajos y más bien anchos, como para servir de base al imperio, pero cuando éste comenzó a expandirse, prolongaron su altura, haciéndolos más delgados, cual si fueran pequeñas escaleras por donde subir al cielo y mirar desde allí el próximo territorio que debían conquistar.
“La ilaha illa `llah” (No hay más deidad que Dios)... En la mezquita pequeña, la que diviso por completo desde la mesa del bar en el que me encuentro, el muecín ya terminó con el adzan (la llamada) y están por comenzar la plegaria del mediodía, conocida como zuhur. Los hombres se quitaron el calzado, se lavaron y entraron al recinto. Caminaron sobre las alfombras, se alinearon en filas rozándose los codos, miraron la qibla (que marca la dirección a la Meca), se tocaron las orejas con las manos abiertas pronunciando a viva voz: “Allah-u Akbar” (Dios es Grande, o, Dios es el más Grande), luego juntaron las manos sobre el pecho observando el lugar en el que se inclinarían durante la sayda (postración) y comenzaron a recitar la alabanza a Dios.
Es viernes y hace un poco de frío en esta hermosa ciudad recostada sobre el estrecho del Bósforo. De todas formas, me he sentado en una mesa sobre la acera y pedí un café turco. Si no lo sabes, te digo que es un café espeso, del que debes dejar la borra en el fondo, porque si te la bebes, las cuentas del destino irán a parar a tu estómago y ya no habrá más lectura posible del futuro.
Las alfombras de la tienda que tengo a un costado se mueven al compás de la brisa que viene del mar. Las hay de muchos colores, distintas figuras y diversas tramas. Claro, estamos en Medio Oriente: alfombras, té y especias. Me siento un poco frustrado por no haber podido participar hoy de la última celebración del Papa en Estambul. La cita era para las siete de la mañana, en la catedral católica del Espíritu Santo, pero me levanté tarde y llegué en un taxi hasta las barreras de seguridad, a las siete y media. Estaba muy cansado de la larga caminata del día anterior (creo que caminé unos veinte kilómetros), cuando cortaron por motivos de seguridad el tráfico de media ciudad, y tuve que andar desde el barrio de Fener hasta el de Taksim, donde se encuentra el hotel Hilton, y desde allí volver al centro histórico cruzando por el puente Gálata. (Pero bueno, no quiero cansarte con tantas explicaciones. Además, si no miras un mapa, te perderás). Lo cierto es que llegué un poco tarde (aunque la misa no había empezado aún) y la policía, esta vez, no me dejó pasar, por más credencial de prensa de las autoridades turcas, “press pass” de los organizadores, lamentos argentinos, indicaciones sobre los miles de kilómetros recorridos para llegar hasta aquí y todas las formas que puedes imaginar que utilicé para intentar ingresar sin resultado.
Esto me sucede por haber tratado de seguir el viaje de Benedicto XVI, en lugar de concentrarme en la historia de don Andrea Santoro, que es, en definitiva, la que me ha traído hasta aquí. A estas horas debería estar en la ciudad de Trabzon, ubicada sobre el mar Negro, bien al este de la gran península de Anatolia, siguiendo las huellas del sacerdote italiano que fue asesinado el 5 de febrero de 2006. Pero, al menos, estas tres o cuatro horas que me quedan por delante, antes de tomar el avión, las utilizaré para ordenar un poco las ideas, si es que esto es posible en mi cabeza: hoy viernes, con un poco de frío, bebiendo café turco, frente a una pequeña mezquita, mientras el imām (“el que está delante”) ha comenzado su prédica y yo lo imagino subido al mimbar (púlpito), y a los hombres sobre las alfombras, con las palmas de las manos encima de las rodillas; algunos sentados sobre su pie derecho, en una posición recta en dirección a la Meca, o, mejor dicho, a la Kaaba; otros en forma un poco más cómoda, sobre ambos pies; pero todos con los ojos cerrados y los oídos atentos. “Bismillahir Rahmanir Rahim” (En el nombre de Dios, el Misericordioso y Compasivo)…
Sí, debo ordenar mis ideas porque hace días que no dejo de seguir acontecimientos, tener entrevistas, escribir notas, sacar fotos, grabar opiniones y, debido a las medidas de seguridad tomadas por los turcos, de caminar. Sea allá en Roma o, acá, en Estambul.
Andrea Santoro, Benedicto XVI, Cristianismo, Islam, diálogo, ruptura, violencia, muerte, luces y sombras. Parece demasiado, sobre todo, pensando que esta historia empezó con un hecho absurdo.