Cuentos de la bella Italia
Roma
Miguel Ángel está sacando fuera las figuras encerradas en el bloque de mármol: María, María Magdalena, Nicodemo y Jesucristo. Algo de lo vivido en el Gólgota parece haber quedado escondido dentro de la piedra que cincela con ansia, con pasión y hasta locura.
Bajan a Cristo de la cruz: su madre, la fiel seguidora de Magdala y el fariseo convertido en uno de los primeros cristianos. La hora ha concluido. Jesús está muerto. El velo del Templo se ha rasgado. La tormenta cubrió con sombras y truenos Jerusalén, al tiempo que se escuchaba el desgarrado grito de María. José de Arimatea ha pedido permiso a Pilatos para darle sepultura. El Procurador romano acepta, arrepentido de haber crucificado a Jesús en vez de Barrabás. Nicodemo lo acompaña trayendo una mezcla de mirra y áloe para ungir el cuerpo. Él y las dos mujeres, lo bajan de la cruz.
Tac. Toc. Miguel Ángel sigue trabajando sobre la pieza de mármol, sacando fuera lo que está escondido en el interior. En esto reside el éxito de Michelangelo di Lodovico Buonarroti, como el de cualquier otro artista. En sacar afuera lo que se lleva dentro. Traerlo a la luz del mundo y, él, lo hace con especial genialidad. Colocando el cincel sobre el punto. Imaginado la forma, el músculo, la sombra. Golpeando sobre él con el martillo. Sin lastimar la piedra. Despejando lo que sobra. Contemplando la nariz, el labio, la luz, la mejilla. Las figuras que van surgiendo del abismo de la nada. Brotando como palabras del poema, como colores en la paleta del artista, como líneas de la construcción imaginada.
Golpea suavemente, susurrándole a la noche romana su desvelo. Penetra en el secreto de la roca, para algunos, casi como un dios. Pero Miguel Ángel no es un dios, aunque el Creador lo haya dotado de un genio particular que lo distingue de sus congéneres. Pintor. Escultor. Arquitecto. Poeta. Filósofo. Estratega.
La figura va saliendo fuera del bloque y, aunque no lo diga, también del Calvario de su corazón, donde los personajes descienden a Jesús de la cruz y la Madre, con ternura, sostiene a su difunto hijo. El artista parece estar orando con la escena, contemplando la imagen que vuelta palabra le dice que es posible volver a nacer. “Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”, le decía Jesús a Nicodemo. El propio Creador le habla a través de la piedra, mientras él esculpe a la luz de las velas. Quizá, como le habló a Jacob en Betel. ¿Será él también un profeta? Porque, por alguna misteriosa razón, Dios le ha dado el don de interpretar la voz de las piedras y darla a conocer.
De repente, detiene su trabajo. Baja del banco. Deja el martillo y el cincel. Va hasta la mesa iluminado por las velas que lleva graciosamente calzadas en la frente. Revisa el bosquejo dibujado a mano alzada en el papel. Menea la cabeza, como si no estuviera contento con lo hecho. Bebe un sorbo de agua del jarro que le alcanza Tomaso. No, no está conforme. Esta piedra ya le ha dado bastante trabajo. Debió pedir un bloque virgen a las canteras de Carrara, en lugar de aprovechar un antiguo capitel romano. Limitado por el tamaño de la piedra, ha tenido que eliminar la pierna izquierda de Cristo, aunque a simple vista no se note, ocultando el muslo tras el brazo y confundiéndolo con las faldas de María.
Sacude el polvo de su ropa y levanta la mirada. El cielo romano está por abrirse a la luz de un nuevo amanecer. El invierno de 1554 ya se palpita y las noches se han vuelto más largas. Está viejo. Es mucho lo vivido durante sus largos ochenta años. Añora la Toscana y su juventud, cuando copiaba frescos en el taller de Ghirlandaio. Recuerda su paso por la escuela del escultor Bertoldo di Giovanni, a pedido de Lorenzo el Magnífico. Apenas le quedan nueve o diez años de vida. Sabe que no verá terminada la Basílica de San Pedro y, mucho menos, su cúpula. Cierra los ojos. Imagina la campiña, los montes, las canteras, las rocas, los silenciosos libros cerrados que están allí, esperándolo. Escupe el polvo de la piedra y se limpia la nariz. Mira el blanco bloque de mármol que, para él, hace tiempo que se mueve, inquieto, nervioso, con ganas de decirle lo que custodia celosamente en su interior y que los antiguos romanos no pudieron descubrir.
Le dice a Tomaso que está agotado y quiere descansar. Retomarán el trabajo por la tarde. Pero sabe que algo lo detuvo, más allá del cansancio. Es que Miguel duda si tiene derecho a reemplazar, en la escultura, el rostro de Nicodemo por el propio. Porque poner su rostro sería ir contra la corriente. Introducir algo muy personal en la piedra, infundirle su carácter, entrometerse en sus sentimientos; sin respetar su intimidad, ni su secreto, ni el silencio atesorado durante miles de años. Pero la duda está y lo acompaña, mientras camina por el taller. Tomaso, como buen discípulo, sospecha que algo le pasa a su maestro.
Miguel Ángel se detiene junto a un cuenco de agua. Los gallos han cantado su advertencia sobre la brisa que llega del Tiber. El amanecer irrumpe derramando su diáfana luz en la estancia, descubriendo otras figuras pétreas. Apagan las velas. Miguel se agacha sobre el recipiente para enjuagarse la cara. Puede verse en el agua. Esa nariz torcida por el golpe de puño que le propinara Torrigiano hace decenas de años. La barba generosa, los labios secos y la boca a la medida del rostro de Nicodemo. ¿Por qué no hacerlo? Luego pedirá que coloquen la escultura en su tumba, en la iglesia de la Santa Croce de su querida Florencia, donde desea que lo entierren cuando le llegue la hora.
Intenta discernir si su rostro podía reemplazar al del desconocido Nicodemo. Trata de leer en los símbolos. El agua. La piedra. El aire del amanecer. El cielo de Roma despertando de otra noche misteriosa de intrigas y conjuras palaciegas. Los recuerdos que le trae la Basílica de San Pedro y los andamios en la Capilla Sixtina. Tantas horas, días y meses... ¿No había pintado su propio rostro en aquel Bartolomé del Juicio Final? ¿Por qué no hacerlo nuevamente, esta vez, tallándolo sobre la piedra? Abre la puerta y sale fuera repitiendo la misma pregunta que Nicodemo le hiciera a Jesús: “¿Cómo puede un hombre nacer, siendo viejo? ¿Puede acaso volver al seno de su madre y nacer de nuevo?”
Miré lo que miraba Nicodemo desde la estatua cubierta por el lienzo. Era la cabeza de Jesús inclinada sobre la de María, mientras Magdalena en cuclillas (más pequeña que el resto del conjunto) intentaba sostenerlo por lo bajo. Era cierto, la pierna izquierda de Cristo brillaba por su ausencia. En lo alto, Nicodemo miraba hacia la cabeza de Jesús que descansaba sobre la mejilla viva de María, cuyo rostro el artista había dejado en ese terreno difuso de lo inacabado, de lo que quiere mostrarse pero no del todo. Claro que hay quienes dicen que este fue un defecto de Miguel Ángel. Dejar obras inconclusas. Que lo traicionaba el carácter. Que psíquicamente no estaba en sus cabales. Que su obra era contradictoria. Que después de la perfección obtenida en sus años mozos (con la “Piedad” que hoy se encuentra en el Vaticano, con el David y hasta con Baco), su genio de escultor se había ido apagado. ¡Pero qué estupidez la de sus críticos! Celos de no poder subir hasta el andamio y verlo poseído, palpitando cada golpe, respirando de la obra y su místico sentido. ¿Cómo decirlo? Verlo allá, arriba, pintando o golpeando una piedra, imaginando una cúpula o una muralla, debió ser como ver a un ángel descendido de los cielos a pedido del Gran Artista.
Por la tarde, Miguel Ángel vuelve al taller. Entra deprisa, empujado por la ansiedad que lo consume. Ha estado pensando todo el día en la piedra. Toma el cincel y el martillo. Muchas horas estuvo luchando contra las voces interiores y necesita terminar el trabajo. Manda quitar el lienzo y sube al banco. Una premonición lo ha perseguido por las calles y colinas. Una señal de peligro, bajando desde el Monte Mario, dando vueltas en su corazón.
“La piedra se quebrará si reemplazas con tu rostro el de Nicodemo. No tienes derecho. Él era un hombre de fe, un converso entre los judíos más notables, un convencido del poder de Jesús. A tal punto que le dijo: ‘Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él’. En cambio tú, Miguel Ángel, no tienes suficiente fe y aún no crees que la muerte de Jesús fue para salvarte. Pese a todo lo que has pintado, diseñado o esculpido, aquí en Roma, en Bolonia o en Florencia. Temes la muerte y el dolor que trae consigo. Aunque sea magnífico tu ‘Juicio Final’, no tienes puesta tu esperanza en la vida eterna. Vives confundido por la cruz. Luchando en el pliegue de tu humanidad, donde la herida del pecado se hace más fuerte que el don de la gracia. Peleas dentro de ti mismo. Tu corazón huele a sangre, como si la batalla de Cascina se estuviese librando entre tus demonios interiores y tus ángeles custodios. Y no hay compasión en ella. Unos son alzados a la gloria, pero más los que caen al infierno de tu desesperación. No hay misericordia, pese a tu obsesión por la Piedad. ¿No te ha bastado con aquella que esculpiste a los veintitrés años? Eso fue genial. ¿No estás de acuerdo? ¿Sabes por qué? Porque ese afán tuyo por la belleza y la perfección estética te ha perdido. Pero no debes confundir a los demás. ¿Acaso estás dispuesto a bajar a Jesús de la cruz y ponerte en su lugar?”
Miguel Ángel hace a un lado las voces que lo atormentan y no le permiten avanzar con esta otra Pietá. Decidido, toma el cincel y retoma su odisea del descenso de la cruz, trabajando el anular de la mano izquierda de María. Tac. Toc. Hasta que vuelve a escuchar ese pequeño ruido. Clic. El mismo que ha percibido hace cosa de tres días. Conoce el mármol y comienza a temer lo peor. Sabe que la piedra tiene alguna falla en ese punto, justo donde la Virgen sostiene la axila de su Hijo. Un frágil sonido, como de hoyo abierto, como de vacío, pero que rebota y le recorre el cuerpo. No debe volver a cincelar en aquel sitio, de lo contrario la imperceptible voz de la piedra se volverá un grito desgarrado de dolor en la boca inacabada de María. Y vaya a saberse cuánto afectará la piedra y la figura que pugna por salir del viejo capitel romano. Tal vez quiebre todo el brazo de Jesús, caiga al suelo, se parta en tres, y furioso quiera deshacerse de la obra. Entonces, tendrá que conseguir una nueva piedra, para intentar descender a Jesús de la cruz, esta vez, sin la ayuda de Nicodemo.
Por esa razón cambia de sitio. Levanta el cincel por encima de la cabeza de María, sobre el hombro de Nicodemo, y lo coloca dentro de la capucha, pese a que esa misma mañana ha llegado a la conclusión de que resulta imposible volver a nacer. Fue cuando subía a caballo la cima del Monte Mario para contemplar desde lo alto la Basílica de San Pedro y el progreso de las obras que dirige. Se lo ha dicho a viva voz, mientras cansado tomaba respiro bajo un pino. Que sus manos han perdido la energía de la juventud. Que sus ojos ya no ven con la misma claridad el juego atrevido de luces y sombras que se forman en las piedras. Que sus ideas se han vuelto tediosas de tan reiterativas.
“¿Cómo es posible todo esto?”, volvió a preguntar Nicodemo. A lo que Jesús le respondió: “¿Tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas? Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él… El que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor a que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios”.
Miguel sonríe, recordando el texto evangélico que relata el encuentro de Jesús con Nicodemo. Pide más luz para poder contemplar mejor la piedra. ¿Más? Sí, mucha más, aunque el viento del ocaso apague las velas.
Golpea la roca dentro de la capucha, para tallar lo que debe ser su rostro visto como el del fariseo. Todavía dudando si tiene o no derecho. Se limpia el sudor mezclado con cera que le baja por la frente. Pide un cincel más pequeño. Trabaja sobre la nariz, gruesa y torcida como la suya. Tomaso se da cuenta que el maestro lo ha decidido. Poco después lo confirman los ojos caídos por el peso de la edad, las cejas arqueadas por la tensa espera, una barba consistente y los escuetos labios de la boca austera, que quedan modelados en la piedra. Sin duda, es él. El rostro de Miguel Ángel figurando ser el de Nicodemo. El maestro estampa sus facciones pese a la premonición y a las dudas. Lo hace, porque quiere creer que valió la pena la muerte de Jesús y aguardar la resurrección que se avecina.
No sé por qué razón se volvió a escuchar el ruido. Y del clic el clac. Y con el clac, el grito saliendo de la boca inacabada de María, hasta que la piedra comenzó a agrietarse, al tiempo que los gallos cantaban y una nueva aurora despertaba sobre Roma. ¿Qué hizo Miguel Ángel? Desesperado miró como su batalla interior invadía la piedra y la partía.
Salí del taller. Luego me enteraría que, efectivamente, primero la rompió y después regaló su obra inconclusa a Francesco Bandini quien, luego de la muerte del genial artista, consiguió que Tiberio Calcagni reconstruyera el conjunto. Esta otra “Piedad”, nunca fue colocada en la tumba de Miguel Ángel, sino que muchísimo tiempo después fue trasladada de Roma al Museo de la Catedral florentina.