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Con gloria morir

Capitulo I

Todo comenzó aquella mañana de otoño. Su hijo fue a despertarlo y Ernesto salió trastabillando del confuso sueño, abrazado de la cintura de Isabelita, quien no era la reina de Inglaterra, ni aquella otra del “no me atosiguéis”, sino su esposa desde hacía más de quince años. Abrió los ojos, ante la insistencia, abandonando aquel extraño sueño en el que había visto levantarse una aurora más roja que de costumbre sobre la ciudad de Buenos Aires, mientras caían una serie de edificios como sacudidos por un terremoto. Ernesto corría hasta el alba cósmico que se levantaba sobre el lecho del río marrón despidiendo luces multicolores que unían el cielo y la tierra con un extraño arco iris. Por detrás, todo se caía, como si a la tierra la estuvieran serruchando desde lo bajo. Lo que parecían ser el palacio de Tribunales, el Congreso, la Jefatura de Gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires y su Legislatura, la Casa Rosada y hasta el Obelisco, se desplomaban cual si fueran de papel. Ernesto corría por la gran avenida atraído por esa extraña luz que le quemaba las pupilas. Y lo hacía gritando que no era posible que todo se viniera abajo. Que pese a los defectos de las Instituciones era necesario mantener el sistema. Que la democracia les había costado demasiado esfuerzo, como para que un inesperado sacudón de la pampa eternamente dormida viniera a destruirla. Que cincuenta años de historia, con tantos gobiernos de facto, habían sido más que suficientes para el aprendizaje. Mientras tanto, alguien exclamaba por un megáfono: “Con esta democracia no se educa, no se cura y no se come”.

Pero Alfredo insistió sacudiéndolo del hombro con un “¡papá, papá!”, escondiendo aquel extraño sol que emergía del río y callando al hombre del megáfono, mientras él, cansado por la corrida se aferraba de una columna del alumbrado público que, en definitiva, no era otra cosa que la cintura de su esposa. Isabel también se despertó, al tiempo que él se incorporaba preguntando:

-¿Qué pasa?

-Teléfono, papá —contestó su hijo.

-¿Teléfono? Hoy es veinticinco de mayo, es feriado. Dejáme dormir. Decíle que no estoy —le respondió, mientras Alfredo, que estaba ya crecido y era bastante despierto, tapaba el auricular del aparato inalámbrico.

- Dice que es urgente. Es alguien del diario.

- Lo único urgente para mí es volver a la avenida y ver lo que pasa. Saber qué corno de sol se levantará y como reconstruiremos los edificios que se han venido abajo. Quiero entender el por qué del arco iris que mezclaba el celeste y blanco de nuestra bandera con el rojo de la sangre.

Alfredo y la propia Isabel, lo miraron como si estuviera chiflado. Por eso fue que tomó el teléfono levantándose con cuidado de la cama, intentando que las imágenes del sueño no se le fueran así nomás de la cabeza.

-¿Quién habla? —preguntó carraspeando al del otro lado.

 

-Soy Jorge, Ernesto. ¿Te enteraste?

 

-¿De qué? -¡Mataron al Presidente!

 

-¿Qué cosa decís? ¡No puede ser! Me estás cargando...

 

- Le pegaron un tiro saliendo de la Catedral. Pero ¿qué demonios estabas haciendo? -Durmiendo.

 

-Bueno, andá y encendé el televisor.

 

-¿Me estás hablando en serio? —volvió a preguntarle, todavía creyendo que se trataba de una broma, mientras se tropezaba con la almohada que había tirado al piso e iba corriendo a la salita.

 

-Sí, Ernesto. Te lo juro. Salía del Tedéum. Hay un despelote de padre y señor nuestro. Lo mataron, Ernesto, lo mataron... ¿Ya lo prendiste?

 

-Sí...sí... —le contestó sin habla, mientras observaba por el canal de noticias a la gente agolpada en la plaza de Mayo.

 

-Lo vi en vivo y en directo, porque estaba en ese momento mirando la transmisión de la cadena nacional. Le pegaron un tiro en el pecho. ¡Qué barbaridad!

 

-Sí...claro, ¡qué barbaridad! —repitió haciendo zapping, buscando alguna escena del crimen.

 

-Llamó Pedro. Nos quiere a todos inmediatamente en el diario. Te estuvieron llamando al celular, pero lo tenías apagado.

 

-Ya te lo dije, estaba durmiendo. Pero dejáme ver, dejáme... —la policía había acordonado el lugar, sin embargo, como era de suponer en Argentina, un mar de periodistas, camarógrafos y curiosos intentaban rebasar las vallas como si fuese necesario ir a filmar al occiso o a tocarlo, aunque al Presidente ya lo habían retirado de aquel sitio.

Ernesto, ¿estás ahí?

 

-Ya te escuché. Me cambio y voy para el diario. ¿Cómo está el tiempo?

-Frío y lluvioso. -Era de esperar —contestó observando ahora por la televisión que la gente estaba con paraguas y los policías enfundados en oscuros impermeables. El cielo encapotado soltaba una garúa intermitente que empapaba la plaza como si la estuviese regando.

 

-Bueno, hasta luego. Ya lo comentaremos, pero nunca imaginé que podía terminar de esta manera.

 

-Nos vemos en el diario, Jorge —le dijo apretando el end del inalámbrico. Después, se desplomó sobre el sillón, mientras Isabel y Alfredo, a su lado, no sabían qué decir y los tres se quedaron en silencio contemplando las imágenes que proyectaba el aparato.

Ernesto subió el volumen, para escuchar mejor lo que decían. “En horas del mediodía se ha consumado, quizás, el hecho más luctuoso de nuestra historia.” ¿Luctuoso?, ¿qué demonios quería decir el locutor con aquella palabra? ¿Triste y digno de ser llorado? ¿Pero lo llorarían todos? Claro que no, si muchos querían librarse de él antes de que asumiera. Desde que el Presidente, un ignoto hombre de las leyes, participó de aquella marcha alrededor del Congreso organizada a través de Internet. Y cuando estaba allí, alguien le dijo que hablara. Y pareció que lo hizo bien, porque lo aplaudieron las cinco mil personas que tomándose de las manos hicieron un abrazo simbólico contra la Partidocracia y la mediocridad de los dirigentes. Una marcha para decir ¡basta!, porque ya no era posible seguir viviendo de esa forma, deprimidos por el eterno fracaso, rodeados de tanto engaño y mentira, atrapados por una democracia entumecida, sumergidos en la decadencia moral y económica, sacudidos por la frivolidad, envueltos en el mayor de los relativismos donde lo negro se hacía pasar por blanco y lo blanco por amarillo.

Fue así que se postuló como candidato, empujado por algunos amigos y los organizadores de aquella protesta pacífica. Después, su figura fue creciendo vertiginosamente, porque enfrente tenía a los representantes de una generación política que se había alejado radicalmente de los intereses del pueblo que le daba su razón de existir. Elegidos en internas cerradas, abiertas o descubiertas, que siempre terminaban incluyendo en las listas sábanas: a una mayoría de advenedizos que, una vez en el poder, aprovecharían el cargo para realizar negocios personales, o a incapaces que medrarían a la sombra de la frustración general, junto a una minoría de hombres honrados y eficientes que terminaban perdidos en la maraña del juego político y condenados por la opinión pública como los primeros.

Sí, representantes que en su mayoría ya no representaban, porque ni bien asumían el poder constituido se olvidaban del constituyente, esto es, de quien emanaba su autoridad. Pero aquello de que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes”, les servía de coartada y con un mandato bastaba para lograr el cometido. Primero yo, luego el Partido y por último la Patria, parecía ser la consigna.

El Presidente creció como rayo en las encuestas callejeras y luego en aquellas a boca de urna, de jarro o de utensilios más relevantes. Mientras sus contrincantes no sabían por dónde atacarlo, porque rastreando en su pasado no daban con el clavo, la tecla o el puñal. Pues el clavo, lo habían utilizado para sostener su hipocresía; la tecla, para enviar anónimos contra ellos mismos; y el puñal hacía tiempo que lo habían hundido en las entrañas de la soberanía popular. Personalmente, no tenían con qué atacarlo, aunque pudieran hacerlo contra sus ideas. Todo en su historia parecía demasiado limpio, como para poder desempolvar algún escándalo que sumado a un operativo de prensa lo tumbara de aquella funesta intención de voto que dos días antes de las elecciones marcaba en el termómetro encuesteril una perspectiva por encima del sesenta por ciento que, luego de artimañas con padrones y escrutinios, pudieron bajar al cincuenta y dos, frente al veinticinco de la primera minoría. Y resignados se frotaron las manos diciendo que no iba poder gobernar sin una estructura política detrás, porque ellos seguían controlando el aparato legislativo, judicial, provincial y municipal, y conocían de sobra los posibles trastornos que se le podían infringir a la vapuleada República desde aquellos lugares de privilegio.

¿Pero de allí a matarlo?, se preguntaba Ernesto. Porque jamás en el país habían asesinado a un Presidente en ejercicio. Ni siquiera a Perón, aunque a más de uno se le hubiese pasado por la cabeza. Claro que a Urquiza lo terminaron apuñalando en el palacio San José, pero ya no estaba en el poder. Proscribirlos, condenarlos al exilio, encerrarlos en un buque o detenerlos en Martín García, era posible, pero acabar con sus vidas en medio del mandato estaba fuera de toda lógica histórica. Tal vez, por ese pánico natural que se le tenía a los mártires de la política. ¿Quién si no recordaría todavía a Dorrego, Avellaneda, Lavalle, Quiroga, y tantos otros caudillos que habían perdido la vida durante los primeros años de la Independencia y consolidación nacional?

-Este país me da vergüenza —dijo Isabel.

 

-Pobre hombre —agregó su hijo, llorando.

 

-Nunca tocamos fondo —volvió a decir Isabel—. Cuando parece que vamos a salir, volvemos a caernos.

Ernesto miró a su hijo. ¿Por qué lloraba? ¿Lo hacía por simpatía hacia la víctima, o como un ser humano frente a la tragedia del prójimo? Aunque en el mundo globalizado en el que vivían se suponía que era bien poco lo que provocaba el llanto, porque todos los días los noticiarios mostraban con lujo de detalles lo más truculento y morboso que sucedía no sólo en el país sino en el mundo. Un mundo convulsionado como siempre, pero cuyas imágenes ahora se podían ver confortablemente desde un sillón. Niños africanos con el pecho hinchado por el hambre, mujeres degolladas en los Balcanes por creer en Mahoma o en Cristo, emigrantes detenidos a las puertas de una Europa que se protegía por temor a compartir, alumnos acribillados por un demente en alguna escuela de los Estados Unidos, muertos sobre más muertos respondiendo a la ley del talión en Medio Oriente, jóvenes reprimidos en algún lugar del Asia por reclamar más libertad, legiones de marginados en América Latina... Y la tragedia se volvía rutina que a nadie ya conmovía, como si fuera parte de un reality show televisivo donde sufrir o morir era la forma de quedar eliminado del juego.

Pero el muchacho estaba llorando, contagiándola a Isabel. Ernesto se debatía entre la televisión, el rostro de sus seres queridos y aquella rémora del sueño que comenzaba a parecerle premonitorio. ¿Todo se vendría abajo con este crimen? ¿El pecho del Presidente representaba al país? ¿Por eso el sol estaba tan rojo y el arco iris mezclaba los colores de la bandera con los de la sangre? ¿La esperanza despertada por la novedad de un hombre ajeno a la corporación política, que había asumido el mando de la barca llamada Argentina, se apagaría en un santiamén?

Argentina, tierra del Argentum. Tierra donde los conquistadores pensaron que encontrarían el Dorado o la Sierra de Plata y una fortuna enorme como para regresar al Viejo Continente con los bolsillos cargados y suficiente tiempo para dilapidar la riqueza en mesones y tablados, pero que al tiempo los despidió con las manos vacías y hartos de tanta soledad. Argentina, tierra de múltiples contradicciones, que elevaba cada año el número de psiquiatras y analistas intentando descifrar la naturaleza del laberinto en el que vivían enmarañados sus habitantes.

No, no y no, se decía para sí Ernesto. Porque, en realidad, nunca había tenido mucha esperanza puesta en el Presidente, aunque su mujer y Alfredo pensaran distinto. Para él era un advenedizo como Fujimori, Collor de Melo, Chávez y tantos otros que, en Latinoamérica, habían terminado siendo un espejismo o una nube de humo que al poco tiempo la realidad desvanecía. Estaba seguro de que el hombre se daría contra la pared del vacío de poder, desnudaría sus propias limitaciones, o terminaría cediendo frente a los intereses de turno. Además, Ernesto estaba ligado por dos generaciones a una bandera partidaria y, por más que quisiera, no se animaba a traicionarla. Era uno más de los que se debatían en la lucha entre seguir los dictados de la razón o continuar votando por tradición, por aquello que había escuchado decir a sus padres y abuelos sobre la fidelidad “en las buenas y en las malas”. Como si el Partido fuera un equipo de football con el que uno quedaba ligado para toda la vida por amor a la camiseta o, más aún, la propia madre.

Todavía creía que un buen sistema democrático debía apoyarse en dos partidos políticos fuertes, bien organizados, con trayectoria histórica, que se alternaran en el poder. No había otra posibilidad. Esa era la estructura que había dado resultados en las Repúblicas más exitosas. Sí, en la res pública que los romanos identificaban como el “asunto de todos”. De lo contrario sería un caos, donde permanentemente habría que llegar a un consenso y en la Argentina eso parecía imposible. Además, había sobrada experiencia de las nuevas estructuras, sobre todo en la Capital Federal, que nacían para una elección cimentadas en la buena imagen de un dirigente y terminaban rápidamente fagocitadas por alguno de los grandes partidos o desaparecían a los pocos años sin pena ni gloria. En cambio, un partido tradicional, representaba una serie de principios sostenibles en el tiempo más allá de las personas.

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