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Al tercer día

Capitulo I

Como todas las mañanas, cerca de las seis y media, Juan Diego se despabiló, abrió los ojos, vio las palomas acurrucadas en un rincón del zaguán, miró el pedacito de cielo que se podía ver entre los edificios y al notar que no había signo alguno del crepúsculo, pensó que algo andaba mal. Se restregó los ojos y bostezó. El mal aliento le hizo cerrar la boca y esconderla dentro de su profusa barba, que debía tener varios años. Luego, se incorporó tocándose el coxis, siempre dolorido por dormir sobre el piso; enrolló las viejas frazadas, sacándose los diarios que tenía bajo la camisa para protegerse del frío, juntó mantas y papeles, los metió dentro de una bolsa plástica, agarró los otros dos bultos que completaban su itinerante equipaje y se dirigió hacia la casa de las monjas donde le daban gratis el desayuno.

Mientras caminaba, iba rascándose la cabeza. Cualquiera diría, porque le picaba de tanto piojo anidando en esos cabellos revueltos que habían comenzado a ponerse blancos. Pero lo cierto es que lo hacía por otras razones y que, aquel hombre, que parecía de cuarenta, pero ya estaba cerca de los sesenta, apuró el paso por la ansiedad del estómago que lo empujaba hacia el comedor solidario donde lo esperaban con un poco de pan y una taza humeante de mate cocido.

Era todavía invierno, concretamente, principios de septiembre. Por lo tanto, no era extraño que todavía fuera de noche en Buenos Aires, ya que debía amanecer a las siete pero, para Juan Diego, algo raro estaba sucediendo, no sólo por el oscuro color del firmamento sino por aquella actitud de las palomas que vio acurrucadas en el zaguán. Caminó dos cuadras y se detuvo en una esquina para mirar nuevamente el cielo. Parecía una mancha de tinta negra volcada sobre un papel de celofán. No había ningún signo de luz, más allá de la que iluminaba la propia ciudad; ni de que el sol estuviera queriendo abrirse paso en el horizonte por encima del río, buscando su azimut. Nada, ni un reflejo de la luz solar refractando en la atmósfera, bañando de tintes azules y rojos el crepúsculo, ni mucho menos, de que los tonos rosáceos y amarillos del amanecer fueran a irrumpir cuando la tierra girara sobre su eje dejando ver la abrasadora piel del sol en su limbo.

Una madre con su crío, que iban camino al colegio, se detuvo a mirar a Juan Diego. Ni muy joven, ni muy viejo, con el cabello desalineado, ese saco de algodón sin botones ni bolsillos, los pantalones de pana verde brillosos por el uso y la barba que de tan crecida le daba un toque profético. Curiosamente, tenía en la mano un teléfono celular, aunque la mujer no pudiera creerlo, porque meneó la cabeza como diciendo que no era posible que un vagabundo como él tuviera un e-phone y pensó que seguramente lo había robado o, siendo más misericordiosa, que pudo haberlo encontrado en la calle.

Juan Diego la miró y ella continuó su camino, meneando la cabeza de allá para acá, como si fuera protestando contra su pequeño hijo quien arrastraba medio dormido una pesada mochila. “¡Ay, estás madres!”, dijo en voz baja. “No sé para qué tienen hijos y luego protestan. Yo, en cambio, quise tenerlos y la vida no me los dio. ¡Qué desgracia! Y todo porque las mujeres siempre me trataron de loco. ¿Loco yo? ¿Por quién me han tomado? Puedo darles clases de álgebra que nunca entenderían, o jugar cien partidas simultáneas de ajedrez sin que puedan vencerme. Hasta soy capaz de mandar mil mensajes de texto en diez minutos si tuviera el dinero para hacer funcionar este celular que alguien me dejó en la mano cuando estaba durmiendo. Lo que pasa es que en este mundo todos se guían por las apariencias. Somos lo que parecemos y no lo que somos en realidad. Loco estaría si tuviera que justificar mi triste infancia. Abandonado como fui en un hospicio. Sin saber nada de mi padre y, apenas, recordar un ojo negro de la que creo fue mi madre, o al menos pienso que lo era, porque fue quien me amamantó, aunque nadie me cree cuando les digo que recuerdo el ojo con el que me miraba al darme su pecho. Todos se ríen, porque dicen que es imposible aquel recuerdo…que tengo ese tipo de percepciones porque estoy mal de la cabeza…como que me faltara un tornillo, o me patinara un buje…por eso nadie se da cuenta de lo que está por venir. En cambio yo, aunque se rían, creo saberlo. Lo sé desde que era chico y en el hospicio escuché a la vieja Rosaura repetírmelo miles de veces: ‘serán días bravos, muy bravos’. Me doy cuenta por el cielo y por esos malditos pájaros que esta noche no durmieron donde deben y mancharon con su temor mis frazadas…”

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